martes, 16 de octubre de 2012

Afinidad Sin Fines Acordados




Eran las 5:40 de la mañana y sonó el vibrante despertador. Con los ojos hinchados del desvelo, los números digitales que anunciaban la hora hacían lo suyo al encandilar la nublada vista. Levantado y encontrándose en el espejo del baño, él decide rasurarse. Con rastrillo en mano y algo de jabón en la barbilla empezó. Al ir terminando llegó la idea perezosa de meterse a la regadera, y sin dar más tumbos a la descabellada sensación de mojarse a las 6 de la mañana, abrió el grifo con ese rechinido característico de una llave que le falta algo de aceite, e inmediatamente se incorporó sin ropa a esa lluvia con agua fría. 

El calentador no funcionaba desde hacía 3 meses, pues el casero posponía la reparación cada vez que él se atrasaba con la renta. Él balbuceaba maldiciones al sentir que los huesos se le congelaban y su respirar se volvía más abrupto, más bruto, con bocanadas grandes y exclamaciones de dolor al estar sintiendo las espinas del frío incrustarse en su coraza recién sacada de las cobijas. Su corazón cada vez más apresurado le informaba el  total desacuerdo con la osadía del cerebro, como si le estuviera reclamando: “¡piensa antes hacer las cosas!”. Se le abrían los poros de la piel y parecía que todo él se hacía pequeño, como si de poco a mucho se estuviera encogiendo. 

Era justo lo que necesitaba, alejar esas inventadas excusas que le venían a la mente para faltar al trabajo, para avisarle al jefe algún inverosímil suceso y quedarse excusado de toda responsabilidad. Para entonces, volver a la cama y acurrucarse. Se comprometió de nuevo como en infinitas ocasiones a arreglar ese sonido de casa vieja, de baño de ancianos que ya no oyen, de aventureros que no quieren agua caliente.

Salió de la ducha e intentó secarse con la primera toalla que alcanzó. Estaba húmeda. Maldice de nuevo entre dientes y dice en voz baja -mañana la meto a lavar-, toma una playera que encuentra seca y se la restriega sobre el cuerpo. Se seca. Con la playera amarrada a la cintura escoge el conjunto del día: camisa de algodón acabada de lavar, de color negro y sin planchar. Un pantalón de mezclilla y unos zapatos malgastados. Tras ver el reloj de reojo, se percata de que ya es tarde, y decide darse prisa. Se despidió rápidamente de la joven que se encontraba todavía dormida con un beso en la frente y dice –me voy pequeña, hay algo de jugo y jamón en el refri-. Ella sólo apretó los ojos mientras hacía un ligero gemido, como una protesta silenciosa para que la dejara dormir. Él se fue.

Era lunes, y nada anima más a un buen trabajador tempranero que un tráfico fluido y un buen café. Así sucedió después de haber comprado un envase de 8oz con café americano y dos sobres con endulzante artificial. 

Con el poco cúmulo de autos, el se detenía y se ponía a pensar en ella cuando llegaba a un semáforo en rojo, como si estuviera sincronizada su memoria y cariño con las luces del alto. Y entonces venía a su mente su risa, esas encías y dientes al aire, el estruendo de ternura resoplado en cristales de carcajadas. En aquellos momentos, él estúpidamente sonreía. Mal sentado, haciéndosele una joroba y solo con él mismo en el auto, sonriendo. La boca entre abierta, mirada de imbécil perdida en el camino, una mano en el volante y la otra ocupada con el café, como en pausa. Recobró el sentido con el verde para seguir y solo sacudió la cabeza como para despertar.

Aceleraban los coches y él los imitaba, atrás de los otros, ya con la ruta trazada y difícilmente con la opción a modificar. Llegó a su trabajo, y lo mismo, se quedaba paralizado frente al monitor con cara de idiota y una sonrisa aún poco disimulada, levantando solo el lado derecho. Recordaba sus ojos, delineados en color negro y con la profundidad del océano en la oscuridad de su iris, abiertos como pétalos de amapola. Veía nuevamente esa nariz con terminados impecables, delgada y suave, con algunas pecas adornando su simetría. Recordaba su cabello liso, como amarrado a pequeñas pesas en las puntas, con la negrura de su color que brillaba y hacía resaltar sus ojos, su piel limpia, clara y tersa como la del mink. 


El sabía que no debía marcarle, que tenía muchas cosas por hacer y debía dar prioridad a ello. Ella, simplemente no le contestaría. Él lo sabía. Su cabeza la tenía donde siempre, pero había perdido la razón. Se encontraba haciendo cosas y dejándolas sin terminar. 

Navegante de su propio barco en túmulos de tierra humedecida, sin rumbo y torpemente estancado, despertaba después de unos minutos de vagar en sus recuerdos. Recuerdos de risa, de emociones fugaces y destellos de belleza encarnada. 
La veía 2 y 3 veces saliendo del baño, sin maquillaje que cubriera su lindo rostro ni ropas ocultando su delicado cuerpo, y sus manos agarrando una toalla sobre su cabello empapado. Con la cara como de quien espera ser consentida y con ese tono suave y sensual que emergía de su boca, como si una gata estuviera ronroneando:–¿hay otra toalla? Le va a hacer daño a mi cuerpecito-. Para lo que él se inventaba 5 ó 6 respuestas diferentes de la que realmente había dicho, como para estar preparado si ese recuerdo lo volviese a vivir algún otro día.

Cuando regresaba de sus viajes a la fantasía, solo quedaba la idea fantástica, pero volcada por la realidad. Y el estribillo de una canción susurrando en sus adentros: “if we had known before, if we just…”.


Ella se encontraba en casa. Había preparado la cena. Se distinguía por su estofado en cacerola de barro y eso había hecho, lo juntó con una guarnición de vegetales al vapor y arroz con crema de especias. Algo normal para una pareja que tenía casi un día sin verse. Se sirvieron y disfrutaron de la comida. Ella terminó de cenar y se dispuso a disfrutar de su postre: un pedazo de tarta azucarada con nuez moscada frente al televisor. Con un brazo familiar acariciando su vientre mientras ella descansaba. Le tarareaban canciones felices a su abdomen, como sabiendo que hay alguien ahí dentro que las escucha. Dijo –buenas noches amor- y se quedó dormida en la comodidad de sus cobijas compradas sin ningún azar. Las almohadas escogidas fortuitamente de un tono más claro que las sábanas, y la única exasperación de no haber conseguido el mantel adecuado para el acomodo previo de la cena; pero se le veía plácidamente recostada, con la serenidad plasmada en su ceño, cual neófita madre.

Él, arribando a su domicilio y recalentando el arroz en el microondas, una rebanada de jamón rellenando un trozo de pan y un jugo de cartón diluido con agua que encontró en el refrigerador. Encendiendo la televisión mientras terminaba de comer, se desvistió hasta quedar en ropa interior, descansando los pies de aquellos zapatos remendados y sobándose la nuca con la mano que no traía comida. Sopesando las posibilidades de un próximo encuentro, y resguardando su intención de que no fuera así. Se empuja él solo amarrándose las manos sobre el mar de sucesos que no han pasado, y que están escritos en la corteza de su elocuencia. Un clavado con un grillete en los pies hacia el lago de eternos escenarios en los que se disipa su ausencia. Pues durante su confusa conciencia del día, había olvidado donde se encontraba su realidad, la había perdido y no sabía por dónde empezar a buscarla.

Se metió al baño a verse en el espejo y recogió la toalla húmeda que ella  no había colgado cuando se fue. A un lado había una hoja de cuaderno a medio doblar y la tomó. No recordaba haberla visto por la mañana, la miraba detenidamente sabiendo que no era suya, que no era algún recibo de banco o folleto de negocios, así que lo abrió lentamente. 

Decía en letras cursivas de color azul: “Cuídate de ti. Fue grandioso, pero solo un momento y no queda más. Gracias por no perder la cabeza por mí. Un beso”. Sintió una veloz ráfaga atravesar su esqueleto. Se quedó unos segundos observando los caligráficos trazos de ella. !claro que son de ella! pensó- no conozco su letra, pero ¿quien más podría escribir eso? dijo ya para escucharse. Se puso entonces serio, callado y por si fuera poco, sintió que el cansancio se le venía encima, empezó a doblar el recado ha como lo había encontrado y lo dejó sobre el lavabo. Buscó un cigarro, encendedor y aceite. 
Encendió su tabaco y vertió un poco de aceite sobre la perilla de la regadera -con eso bastará- pensó, y giró unas veces el grifo, hasta que disminuyó el molesto sonido. No dejaba de mirar la pequeña nota. Ahí, solo esperando a ser descifrada. Prendió nuevamente su encendedor y lo acercó lentamente al recado. Suspiró, y anticipándose a que el momento de quemarse no llegara, se detuvo. Desdobló el papel y volvió a leer el mensaje –…y no queda más- musitó. Después, tardó poco en abrir fuego a la hoja dejándola arder sobre el lavamanos.

Acostándose sobre un colchón que todavía no acababa de pagar y unas cobijas lisas de color beige, se acurrucó abrazando una almohada sin funda. Él, teniendo confusiones arremetidas en su cráneo, y vicisitudes desafortunadas en sus colaciones de romántico, pensó –hoy si perdí la cabeza. Espero que mañana me la regrese quien se la haya encontrado. Que la regale o por lo menos que se la lleve de viaje. Que la entierre y riegue para que madure. Que vea a través de sus ojos, mire el recuerdo de lo que fue ese momento y lo mucho que aún  falta por hacer-. Sintonizó una estación de radio con música para dormir. Se cobijó pues había viento, y miró que las cenizas se salían del lavamanos, como si éste regurgitara aquello que todavía servía. 

Quiso levantarse para recoger lo que comenzaba a esparcirse, eso que ensuciaba el suelo y la ropa. Que lo manchaban todo de ella, como si no hubiera recuerdos ya en todas partes de su perfume. Pero prefirió permanecer ahí recostado, respirando sus palabras quemadas. Sus acuerdos que no pronunciaron, que no habían hablado nunca. Y que sin embargo los habían llevado a esa semejanza de intenciones de aquél momento. Teniendo como diferencia sólo el color de cómo se han vestido durante su vida, y las manchas que ésta les ha puesto sobre la espalda.