lunes, 13 de diciembre de 2010

Camino haciendo vida

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Con la inocencia en la mirada de quien no ha visto nunca a nadie muerto, tras ver a su conejito con las patitas tiesas y su lengua de fuera, el niño preguntaba: ¿Qué le pasa a Manchas? ¿Porque no se mueve papá? Esta así de tieso desde que me levanté, como dormido; -el murió hijo y no va a volver a jugar contigo, está descansando más tranquilo- contestaba la voz engrandecida de verdad. El niño, con su corazón a medio quebrar, decidió estar triste.

Su padre enternecido por cuan comprensiva actitud, recomendó enterrarlo, y así con unas excavadas en el patio delantero, y unos puños de tierra uno arriba del otro, el padre le explicaba al pequeño: -hicimos bien hijo mío, el se encuentra descansando ¿tienes algo que decirle? Y con unas grandes gotas sobre sus mejillas y soplando su nariz dijo: – si, gracias Manchas por que siempre estuviste bonito, hasta hoy-.

Después de unos meses, el padre salvó un gato que se ahogaba en un riachuelo, aunque tembloroso y mojado, se veía agradable. Se lo llevó. El niño amó a ese gato, le servía todos los días de comer y de beber, lo cuidaba con todo y de todos, cubría su cabeza con un gorrito para protegerlo de la quemazón del sol a medio día; le platicaba de la escuela, de la niña con quien compartía el almuerzo, de sus miedos, de su vida. Se veían crecer y tornarse distintos, sin pensar en separarse.

Un día, después de muchos, que el niño contemplaba el bello color pardo de su gato, intentó acariciarlo acercando la mano lentamente, como si no se atreviera, o como si fuera a lastimarlo, pero el felino que lamía su vanidad, reaccionó con un arañazo en la mejilla del niño. El no hizo otra cosa más que llorar, no podía castigarlo porque no sabía como, y tampoco sabía estar ya con el.

Cada vez peor y a la defensiva cada que lo intentaban consentir, el gato se mantenía siempre con las uñas en guardia, como quien sufre por dentro y no quiere ayuda.

El padre, presenciando la odisea que se volvía el darle de comer, o tenerlo cerca sin que su hijo saliera con un nuevo curita, eligió dejar al gato en otro lugar y explicando dijo: - hicimos bien hijo mío, es mejor retirarse y sonreír cuando sales lastimado, que quedarse y odiar hasta morir, ¿tienes algo que decirle?- Y con muecas en su boca y un gesto disgustado sobre sus tristes ojos, le gritó: ¡Adiós y que estés peor que conmigo! El niño con su corazón entumido, decidió enojarse.

Pasó un tiempo, el niño había crecido y no quería otro compañero. No buscaba y disfrutando de largas tardes en el lago se encontró una ranita, la tomó y corrió hacia su padre. – ¡Mira papá, estaba sola junto a otras, y era la más bonita! El niño no sabía como cuidarla, nunca había tenido una rana; y le daba agua limpia del garrafón, pedazos de tortilla remojados en leche, unas palmaditas en su cabeza, la agarraba de sus ancas y no hacía más. El niño se limitó a observarla y tenerla junto a él. En realidad, sabía que no la podía tratar como a sus demás mascotas, que era diferente. Le dijo entonces al padre: ¿la puedes vigilar tú? Yo no puedo, me duele aquí adentro, tengo un hoyo ¡mira!

Pensó que la ranita tendría que buscar la salida para irse, incluso en las noches le abría el pequeño portón de palitos de madera que había construido, para la casita que le había hecho y acomodado antes; para que no se fuera. Pero ella inmóvil, sus largas extremidades reposaban y no se iban saltando.

Paso poco antes de que el pequeño, tomara a la ranita y dejándola ahí en el lago, donde la había recogido le dijera en cuclillas: -Lamento haberte llevado antes ranita, si te quedaras conmigo, ¡no te podría cuidar y morirías de amor! Sé que seguirás siendo así, como sólo tu, igual de ranita. Y ella sin saber a ciencia cierta lo que había pasado, se quedó ahí, sin saltar. Hasta que el niño endurecido del corazón y con un hueco de una costilla a la otra decidió sentirse culpable y partir.

Su padre, consoló las lágrimas de la ranita y menos que orgulloso de su hijo, ahora le pregunta: ¿hijo mío, tu te hiciste bien?


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