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Malhumorados aires de arrogancia y orgullo que penetraron mi conciencia, jamás había llegado al momento de pensar en retirarme antes de la catástrofe, antes de echar a volar las navajas de los gallos con el fin de por lo menos tener unos rasguños anteponiendo la derrota. Me sentí impotente ante la sapiencia de no saber que hacer, desmembrado del cerebro al corazón. Con un corazón de madera, que se hincha con esa agua de la que me he separado; que cruje y vuelve a crujir con ese insoportable sonido, al quedarme solo con mi fuego.
Con el llanto entre la garganta y la cabeza, quedo con una amarga tristeza sin resolver, sin desatar, con lágrimas de un inútil que no sabe llorar, que evita hacerlo. Sentí la llegada de un adiós, de un bienestar ajeno, al que sólo debería estar contento si no me incluyera yo junto a él. Sentí largos los días en los que no escucho ni el mísero timbre de la llamada. Frecuento sitios y compañías con las que no llenan aquél rincón de miseria a los que trato de llegar, que no me dejan alcanzar. Con los dedos partidos de sollozar por las manos de aquella caricia, de aquél peso exacto en el que mis mejillas no resienten la presión de un beso. Grité en silencio por aquél suspiro que revive la flama, con la que no he tenido contacto, que ha evitado mi palpitar apresurado en busca de un buen rato.
Miré el vacío con limitada altura, oscuro como cualquier otro vacío, y tiemblo ante la frecuencia en que los amantes se observan en la calle, en las fotos, en las pláticas a media honestidad. Respiro el aire pesado del cigarro y el dolor de pecho al amanecer, pensando en la incambiable respuesta de no obtener respuesta. Compartir la saliva de alguien a quien no se contempla para más, para llegar a viejos y mencionar de aquellos fallos que tuvimos a mediana edad. Respeto el rechazo como una forma de no seguir más, de esperar, pero algo que revienta mis entrañas y que perfora mi mente con alusiones de oxidar, es ignorar esa petición de rechazo, dejar a un lado o evitar cualquier confrontación. No estoy para ser ignorado, sino para al menos ser rechazado. Duele el imaginar la reacción al saber de mi mensaje diciendo “me gustaría saber de ti… sería bueno que al menos me digas que deje de molestar” que no queda más a la imaginación que voltear la cabeza o borrarlo sin haberlo leído. No importa más.
Quedaba la espera y por añadidura la esperanza, que tratan de ser fieles, que flaquean, que se les obliga a permanecer en ese interminable reposo, esperando, siempre como mejor amiga a la espera ¿Por qué habrían de olvidarlo? Permanezco con la amargura del santo, que no espera algo, sino que lo supone. ¿Habrá algo que renueve mis votos de seriedad social, de rejuvenecer ante los caprichos juveniles y ser entonces alguien que no sienta ni piense, como el dichoso que está presente estando en otro lugar? Quedo perplejo, y entonces sucumbo ante quehaceres sin empezar.
Pero la pausa, siempre será así, enemiga íntima de la resolución, y por si fuera poco y mas desdichada aún, predestinada a siempre perder. Nos levantamos de ese sillón afelpado y semi-cómodo en la sala de espera, y obtenemos la noticia: el amor está maltrecho, moribundo… lo sentimos.
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